HabÃa empezado a leer la novela unos dÃas antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerÃas volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles.
Arrellanado en su sillón favorito de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capÃtulos.
El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latÃa la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corrÃa por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentÃa que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada habÃa sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenÃa su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpÃa apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano. la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.
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